LA ÚLTIMA LIBERTAD (PARTE DOS)
Aquí os dejo la segunda parte del relato La última libertad para que la disfrutéis en estos días veraniegos.
Viena, 30 de junio de 1945
Aquí os dejo la segunda parte del relato La última libertad para que la disfrutéis en estos días veraniegos.
Viena, 30 de junio de 1945
Querida Helena:
Cada día se me hace más largo en tu ausencia. No saber de tu paradero, si sigues viva, si estás enferma o quizás, ya muerta, me corroe las entrañas como vinagre en una herida abierta. Hoy me he obligado a escribirte esta carta para seguir avivando la esperanza de encontrarte. A veces dudo para quién escribo esto, si para ti, Helena, o solo para mí mismo.
Ayer salí a pasear para alejar de mi mente estos negros pensamientos que me invaden. ¡Si supieras cómo ha quedado nuestra ciudad natal, no la reconocerías! Viena se ha convertido en una ciudad desolada y triste. Donde antes paseabas entre edificios elegantes, ahora solo encuentras ruinas y fantasmas. Solo en los parques, si te sientas bajo los árboles, puedes respirar un poco de calma y soledad. Me resulta curioso cómo la vida ha seguido su curso a pesar de la guerra. Los castaños de la gran avenida del Prater alzan alegres, ufanos, sus ramas rebosantes de flores y hojas.
Seguro que te estás preguntando por el parque de atracciones. La noria está medio derruida a causa de los bombardeos, aunque, ante mi sorpresa, encontré el carrusel intacto. Me senté en el banco frente al quiosco de golosinas, ahora cerrado, paladeando en mi mente el algodón de azúcar que nos gustaba compartir los domingos. ¿Recuerdas nuestro primer aniversario de boda? Vinimos aquí a celebrarlo. Montados en la noria, volvimos a ser niños que miraban por primera vez la ciudad desde arriba, asombrados por la belleza que nos rodeaba sin saberlo: los árboles, el río, los puentes, los palacios… Todo resplandecía de vida, frescor y juventud. Una veintena de globos pasó volando junto a nosotros, coloreando el cielo de naranja, azul, verde, violeta… “El mundo está feliz hoy”, dijiste al contemplar los globos de colores, “y lo festeja arrojando confeti al aire”. Yo asentí observando lo mismo que tú. Un año más tarde, Alemania declaró la guerra.
Mientras te escribo esto, en mi mente se confunden dos imágenes opuestas: la de la noria girando con la risa de los pasajeros, con la de ahora, abandonada y triste, estancada en la soledad del parque; la de la Viena aristocrática de entonces, con sus plazas y majestuosos monumentos, con la ciudad derruida y solitaria, dividida entre los países vencedores; la de tu rostro sonriente del día de nuestro aniversario, con la del rostro desesperado mirándome desde el tren de deportados rumbo a un destino sin nombre. Fue la última vez que te vi.
Cuando me levanté para volver a casa, observé una bandada de pájaros cruzar el cielo de la tarde. Los seguí con la mirada preguntándome cómo podían avanzar hacia el horizonte sin miedo a lo que pudieran encontrar al final. Sentí una punzada de tristeza por la libertad que veía en ellos y que yo había perdido. A veces anhelo esa capacidad que tiene la Naturaleza de seguir su camino, de vivir al margen del devenir de la humanidad. ¿Podemos nosotros elegir nuestro destino o siempre estaremos sujetos a que otro nos lo imponga con su poder? ¿Cuál es el fin de nuestra existencia? ¿Para qué vivimos? ¿Es, acaso, el amor que nos une lo que nos aporta un sentido a nuestra vida? ¿O es, quizá, hacer el bien por los demás lo que llena de significado nuestros días? No hallo respuesta que me calme la conciencia. Quizá sea simplemente “vivir”, compartir con la familia y amigos nuestro tiempo la razón que nos impulsa a seguir adelante.
Por cierto, ¿te acuerdas de aquel mirlo que cada tarde se posaba en la ventana del salón? No vas a creer que he vuelto a verlo. Cuando regresé del paseo por el Prater lo vi posado en el alféizar. Era el mismo mirlo, ese con una veta plateada en el ala derecha. Es increíble que todas las tardes haya acudido a su cita, ajeno a nuestra ausencia, ajeno a la guerra, como si nada hubiera alterado su rutina. Me acerqué con sigilo para no sorprenderlo y, al observarlo, me di cuenta de que nunca me había planteado por qué volvía al mismo sitio. ¿Por qué nuestra ventana, Helena? Tal vez sea porque le gusta contemplar su reflejo en el cristal. Al ver mi propia imagen, me hice la misma pregunta: ¿por qué siempre regreso a casa? ¿Cuál es la razón por la que me obligo a vivir cada día?
Como ves, son muchas las preguntas que me asolan estos días y pocas las respuestas que me alientan. Te echo de menos, Helena. La casa se me hace más vacía y grande en tu ausencia. Me despido deseando tu feliz regreso.
Te recuerda y te quiere,
Franz.
(Continuará)
(Continuará)
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